Estaba entonces enfermo un hombre llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta.
Al oírlo, Jesús dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios; para que el
Hijo de Dios sea glorificado por ella.
Cuando llegó Jesús, halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro.
Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Pero ahora también sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará.
Jesús le dijo: Tu hermano resucitará.
Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la resurrección en el día final.
Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive
y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?
Le dijo: Sí, Señor: yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo.
Habiendo dicho esto, llamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había estado muerto salió, atados los pies
y las manos con vendas y su cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: Desatadle y dejadle ir. (JUAN 11:1, 4, 17, 21-27, 43, 44)
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